“UNA EMBAJADA REVOLUCIONARIA’’

General Historia y Leyendas

“UNA EMBAJADA REVOLUCIONARIA’’

 

“UNA EMBAJADA REVOLUCIONARIA’’

 

     En la ciudad, por muchos llamada levítica, de Querétaro, por los días navideños de 1916.

 

                                        POR: POLIOPTRO MARTINEZ CISNEROS

                                                                         FINADO +

                                                           Con derechos de Autor.

Fragmento del libro Fuerzas Leales del Estado de Hidalgo.

 
Autor. Polioptro  Martínez Cisneros. Teniente Coronel.  Presidente Municipal de Jacala, dos veces, ayudante y Secretario Particular del General Nicolás Flores, Diputado a la Legislatura del Estado dos veces, Senador de la República y Gobernador interino del Estado. (Finado)

 

Era entonces Querétaro sede del Gobierno Preconstitucional de Don Venustiano Carranza y del Congreso Constituyente que elaboraba, entre candentes discusiones, la Carta Fundamental que rige todavía la República. La colonial ciudad, que tiene fama de quieta y recoleta, bullía en aquellos días en ardor y actividad desusada pues por sus restoranes, hoteles, cantinas, comercios y calles pululaban multitud de militares de todas jerarquías, funcionarios y empleados gubernamentales chicos y grandes, políticos de variados matices dentro de la gama constitucionalista y porción de gente adventicia.

Una noche apacible tibia —Querétaro disfruta, aún en invierno, de un clima adorable— cenábamos en un restaurante, que si no recuerdo mal se llamaba ‘‘Cosmos’’, el Teniente Coronel Alfonso Mayorga, el Mayor Rafael Vega Sánchez y éste modesto cronista. Mayorga y Vega Sánchez, dilectos amigos míos, eran Diputados Constituyentes y yo me encontraba en Querétaro con el General Nicolás Flores, Gobernador y Comandante Militar del Estado de Hidalgo, cuyo era yo a la sazón y pese a mis veinte años mozos, Secretario Particular.

De sobremesa y mientras saboreábamos sendos vasos de fresca y espumosa cerveza, charlábamos; jóvenes como éramos nuestra charla mariposeaba sobre variados temas y pasaba de uno a otro sin concatenación aparente.

Por aquellos días se discutía tempestuosamente en el Constituyente el famoso artículo 3o. de la Constitución, sobre el que todavía ahora, a casi cuarenta años de distancia, no estamos de acuerdo los mexicanos. Comentábamos el vehemente intercambio de candentes ironías sostenido esa tarde por dos diputados tropicales, el yucateco Miguel Romero Alonso y el tabasqueño Félix Fulgencio Palavicini; recordábamos como en cierto momento Romero llamó ‘‘negrero’’ a Palavicini y cómo éste, tomando la puya con donosura, se defendió mañosamente:

— Nunca he sido negrero —afirmó, y agregó luego— jamás he poseído un negro y muy pocas veces una negra.

Una carcajada general celebró la ágil, aunque escabrosa salida del tabasqueño.

Así departíamos gozosamente, pues por privilegio de nuestra juventud sabíamos desglosar de entre los dramáticos y azarosos sucesos que vivíamos, aquellos otros que daban expansión a nuestra ansia de vivir jubilosamente nuestras vidas en mitad de la tormenta.

Y charlando, charlando, vinieron a dar mis dos queridos amigos, que ahora ya son muertos, en el recuerdo de un episodio de que ambos habían sido actores y testigos y que para mí era desconocido hasta entonces. Como se trata de un relato que tiene algún interés histórico procuraré reproducir la esencia de la platica de mis caros compañeros de armas con la fidelidad y precisión que me permitan mis recuerdos.

En el mes de julio de 1914 el General de Brigada Don Nicolás Flores —el popular Tío Nico— se presentó en las cercanías de Pachuca al frente de un ejército revolucionario fuerte en tres o cuatro mil hombres con objeto de capturarla, atacando en ella a una fuerza del Gobierno Usurpador de Victoriano Huerta mandada por el General Agustín Sanguínes.

La fuerza del General Flores estaba constituida por gente que se había adherido recientemente a la Revolución, sin experiencia castrense, sin organización conveniente ni jefes expertos que las mandaran y movilizaran eficazmente. Contaba el General Flores con 700 u 800 hombres veteranos que lo habían acompañado durante toda la campaña en contra el régimen espurio de Victoriano Huerta mandados por jefes experimentados, y con otros pequeños núcleos bien organizados y con jefes aptos que se le habían unido poco tiempo hacía. Se habían agregado también multitud de civiles simpatizantes de la Revolución a quienes por fuerza de las circunstancias se les atribuían grados militares sin que desempeñaran, en realidad, funciones de soldados.

Las fuerzas del General Agustín Sanguínes, aunque menores en número, sí estaban constituidas por soldados bien fogueados y disciplinados, debidamente armados y municionados y mandados por jefes y oficiales de indiscutida veteranía y aptitud.

Atentos sólo a las circunstancias dichas fuerzas podían considerarse, militarmente hablando, equiparadas, pero la realidad era muy otra. Mientras las fuerzas revolucionarias habían venido cosechando grandes éxitos durante las últimas operaciones, disfrutaban de la simpatía de la casi totalidad de la opinión pública y veían acrecentarse sus filas como bolas de nieve, las fuerzas del Gobierno huertista habían sufrido en los últimos tiempos cien reveces, padecían constantes deserciones y sus propios jefes no tenían ya voluntad de luchar por una causa que todos consideraban virtualmente pérdida.

Un choque, sin embargo, entre estos dos poderosos contingentes podría resultar enconado y sangriento antes de alcanzarse una decisión y por ello algunas personas principales de la ciudad se apersonaron con uno y otro de los jefes que los mandaban para conseguir que la plaza pasara a mando de los revolucionarios sin violencia ni lucha. Como el triunfo de la Revolución sobre el Gobierno usurpador era ya un hecho seguro y próximo, y los Generales Flores y Sanguínes, aunque buenos y acometidos soldados, eran hombres ponderados y serenos, se convino en celebrar pláticas para llegar a una solución sin intervención de las armas, y al efecto el General Flores destacó de su campamento en la Hacienda de la Concepción una embajada que fue a Pachuca a tratar directamente con el General Sanguínes. Constituyeron ésa embajada el General Gabriel González Cuellar, el Licenciado Carlos García y los Mayores Alfonso Mayorga y Rafael Vega Sánchez.

Era el General Gabriel González Cuellar hombre de unos 30 a 35 años, alto, vigoroso, muy bien parecido y de notable prestancia, de trato muy afable, conversación sugestiva y de natural atractivo y simpatía. Había ingresado en las filas del General Flores dos  o tres meses antes; se presentó en Jacala con una fuerza de 50 o 60 rurales bien disciplinados; solo concurrió con el General Flores a un combate, en el Puerto de la Oreja, donde su fuerza se batió bien y su segundo, el Teniente Coronel Luis Gutiérrez, murió peleando bravamente.

El Licenciado Carlos García ingresado también recientemente a las filas del General Flores, y cuando éste Jefe, que lo fue de la Revolución en el Estado de Hidalgo, organizó su Gobierno en Zimapán lo designó su Secretario General. Ignoro los antecedentes de este Sr. abogado, posteriormente fue por mucho tiempo profesor de la Escuela Nacional de Jurisprudencia y muy respetado y estimado por sus discípulos. Murió hace pocos años siendo Juez Civil en la ciudad de México.

El Mayor Alfonso Mayorga del Estado Mayor del General Flores era un joven revolucionario de gran rectitud e ideología, política avanzada, soldado valeroso y sereno y disfrutaba de la absoluta confianza del General Flores. Fue diputado constituyente y murió en 1924 en Pozuelos combatiendo al lado del General Marcial Cavazos.

Rafael Vega Sánchez, distinguido poeta y escritor hidalguense, fue también revolucionario de vanguardia y periodista de combate de gran valor civil. Fue asimismo Diputado constituyente, Diputado al Congreso de la Unión y autor de varios libros de poesías y de una Antología de Poetas Hidalguenses. Por el tiempo que reseñamos fungía como secretario Particular del General Flores.

Tales fueron los parlamentarios que el General Flores envió en aquella memorable ocasión

 

Tripulando un automóvil, de los pocos que entonces había y que era propiedad de un señor De la Orga, Cónsul de España, que era uno de los mediadores, entraron a Pachuca los flamantes parlamentarios por el camino de San Bartolo. Se dirigieron al Palacio de Gobierno entre la expectación de la gente estacionada en las aceras y asomada a puertas y ventanas. En muchas partes los ovacionaban con ardor y en todas les hacían demostraciones de simpatía, únicamente algunos piquetes militares colocados en ciertos lugares los miraban pasar con indiferencia. Así llegaron al Palacio a cuyas puertas descendieron del coche y donde los esperaban los ayudantes de Sanguínes. Sin preámbulos ni ceremonias fueron conducidos al Despacho del Gobernador que estaba atento a su llegada.

Cuando estuvieron todos sentados en el Despacho gubernamental, el Licenciado García expresó ante el General Sanguínes su embajada; el General Flores demandaba la entrega inmediata de la ciudad y la rendición de su guarnición; de no acceder Sanguínes se produciría el ataque pues estaban giradas de antemano todas las ordenes necesarias.

Sanguínes que había escuchado la demanda con severo pero tranquilo talante, manifestó que estaba dispuesto a hacer la entrega de la ciudad pero no así a rendir sus armas; pidió que se le dejara salir libremente con sus fuerzas hacia la ciudad de México, absteniéndose él, en cambio, de efectuar actos hostiles en contra de las fuerzas revolucionarias. Dijo tener informes fidedignos de que se estaba gestionando ya la rendición total del Ejercito Federal en México y que era allí donde él deseaba resignar el mando que le había confiado el Gobierno constituido. Expresó que él y sus tropas estaban todavía en situación de combatir, pues contaban con pertrechos y resolución suficientes para hacerlo, si recibían ordenes en tal sentido de sus superiores, pero que en tal caso se comprometía  y empeñaba en ello su palabra de soldado a que daría aviso previo al General Flores, pues no quería que se pensara que había entablado aquellas pláticas como añagaza para obtener ventajas vergonzosas. Adujo, haciendo lo notar empeñosamente, que él había estado en posición de evacuar la plaza cinco o seis días antes con toda tranquilidad y sin riesgo alguno, ya que las tropas revolucionarias no estaban todavía en posibilidad de atacarlo, y que si no lo hizo y había esperado a que se aproximaran había sido por no dejar a la población abandonada y en manos de un populacho desordenado y rapaz que pudiera saquearla, como había sucedido en una situación análoga cuando iban a entrar a ellas las tropas maderistas del General Gabriel Hernández.

Como los parlamentarios tenían amplios poderes del General Flores y sabían que éste jefe había recibido instrucciones de la Primera Jefatura del Ejército Constitucionalista de evitar en lo posible combates innecesarios y ahorrar avaramente la sangre mexicana que se derramaba en ellos. Fue fácil llegar a un acuerdo: La plaza sería ocupada pacíficamente por los revolucionarios y las tropas huertistas se retirarían hacia México, se estableció detalladamente la forma en que los revolucionarios irían ocupando las posiciones que los huertistas irían dejando, evitando choques posibles entre las fuerzas enemigas, especialmente en el Panteón y en San Bartolo donde la prolongada proximidad entre los contendientes había creado una tensión peligrosa.

Terminadas las pláticas oficiales se entabló entre los representantes revolucionarios y el General Sanguínes una plática sino amistosa sí cortés y afable. Al final y ya de despedida el General Sanguínes reasumió su tiesura de soldado a la antigua moda y dijo con gravedad:

— Señores Licenciado García y Mayores Mayorga y Vega Sánchez, he tenido satisfacción y honra en haberlos conocido y les deseo felicidades y éxito en su carrera, les ruego saludar en mi nombre al señor General Flores de quien tengo los mejores informes y expreso mis votos por su felicidad personal y porque tenga éxito en el gobierno de éste Estado al que he llegado a querer y al que lamento no haber hecho el bien que deseé por impedírmelo  las circunstancias adversas en que he actuado, aunque tengo la satisfacción de creer que por lo menos le he evitado muchos de los males inherentes a los tiempos calamitosos que vivimos. Por lo que hace a usted señor González Cuellar, cumple a mi dignidad de soldado y caballero hacer constar que si le he dirigido la palabra con alguna atención y cortesía ha sido debido a la investidura de parlamentario que no me explico por qué ostenta usted,  me atrevo a creer aunque me atrevo a creer que es porque el señor General Flores ignora sus antecedentes. Tal vez usted piensa que yo no lo he reconocido por la categoría de general que viene usted ostentando, pero si sé y deseo que lo sepan también los señores presentes, que es usted el mismo Capitán de Rurales que desertó hace poco de su puesto y traicionó su bandera pasándose al enemigo con la fuerza que el Gobierno le había confiado, el mismo indigno Oficial que en el momento mismo de consumar su traición me telegrafió rindiendo parte ‘‘sin novedad’’. Lamento mucho su condición de parlamentario me prive de la satisfacción de prenderlo y consignarlo a un consejo de Guerra.

Después de ésta ominosa escena la despedida hubo de ser breve y severa. García, Mayorga y Vega Sánchez se limitaron a dar la mano al viejo soldado y murmurar un simple hasta luego. González Cuellar salió silencioso y conturbado.

 

Zimapán, Hidalgo, diciembre de 1953.

Polioptro F. Martínez.

 

Nota:

Después de que escribí originalmente el anterior relato tuve conocimiento y constaté que el Señor Carlos Raigadas Jáuregui, con quien me unen lazos de parentesco y vieja amistad había asistido, en calidad de Teniente Ayudante del Licenciado y Coronel García a la entrevista que se reseña. He obtenido de él un relato escrito que es por sí mismo un valioso testimonio y que se avalora mayormente por ser el señor Raigadas probablemente el único superviviente de quienes a ella concurrieron; coincide substancialmente con la relación que escuché de Alfonso Mayorga y de Rafael Vega Sánchez, pero me ha servido para aclarar algunos detalles y agregar otros que el original no tenía.

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