(Crónicas del Encierro) Serenata Infernal

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(Crónicas del Encierro) Serenata Infernal

 

(Crónicas del Encierro)

Serenata Infernal

Por Ricardo Contreras Reyes

La mujer sintió frío en la espalda y jaló de un tirón el cobertor. Acomodó su almohada y prosiguió su sueño. La madrugada sabatina le auguraba un “día normal” en la rutinaria cuarentena del Covid-19. Ignoraba el infierno que estaba por vivir.

Sabía que los sábados se dispensaba levantarse tarde, tomar café con galletas y volverse a “echar” a la cama en pareja para luego ver alguna serie de Netflix.

Su marido ni se percató del rudo destape, seguía dormido con la boca abierta lanzando ronquidos que bien podrían despertar al vecindario completo.

El joven matrimonio decidió rentar ese departamento en la colonia Roma “porque nos conocimos en el restaurante Sobrinos, después de una exposición en Casa Lamm con amigos; nos queda cerca de nuestro trabajo y porque La Roma está de moda y da estatus”.

Ahora la suerte les sonreía, trabajaban en el gobierno de la Ciudad de México y gozaban de algunos lujos de los que antes carecieron.

––Somos una pareja, fruto del esfuerzo y del trabajo––, presumía orgulloso el marido al reunirse con amigos.

En medio de la quietud, se escucharon murmullos en la calle, risas discretas y portazos de una camioneta. Se oían sonidos de cuerdas que afinaban guitarras, violines y otros instrumentos. Intentaban, en vano, hacer el menor ruido posible, pero se delataron en la quietud que abrazaba la colonia.

La mujer se percató y le dio un codazo en la panza a su marido.

––Ya oíste? ¿A quién se le ocurre traer serenata en plena pandemia?––, preguntó la esposa.

El marido despertó contrariado, se frotó los ojos y habló con lentitud: ¿hablas en serio?

––Pues desde aquí se oye––, dijo al sumergirse en los cobertores.

Varios mensajes de watsap cayeron como una retahíla interminable y ruidosa en el celular del marido, quien como resorte se enderezó de la cama, tomó el teléfono y se dirigió al cuarto de baño.

––¿Qué pasa, a dónde vas?–– dijo la señora sin moverse.

––Voy a mear, no tardo––, contestó el marido con voz entrecortada, mientras se acomodaba el bóxer hasta el ombligo.

Afuera, en la calle, el ruido era más obvio. Los mariachis se apostaban sobre la banqueta, justo frente al balcón del matrimonio…

Se escuchó la voz de una chica, de tez morena, estatura mediana, enfundada en un ajustado pantalón, quien daba indicaciones mientras escribía mensajes en el celular.

Apuraba a los músicos con la autoridad que da la billetera; uno de los mariachis le sugirió que se pusiera el sombrero de charro, pero ella declinó, prefirió tomar tequila.

––Pero dámelo en vasito, no sea que me contagies de coronavirus, cabrón–– dijo– El músico cantinero soltó una carcajada.

De un trago la morena bebió el tequila. Carraspeó y luego escupió una flema sobre la jardinera a un lado de la entrada principal.

––Listo muchachos, ahí les voy–– ¡Comenzó el show!

––Rubén! ¿Pensabas que no lo iba a hacer?–– Gritó la morena con las manos puestas sobre su boca en forma de megáfono para que se escucharan más fuertes sus palabras.

––Aquí está tu mujer de tetas grandes que dices extrañar desde que empezó la cuarentena––.

––Te traigo tu regalito de cumpleaños. Te lo dije, cabrón.

––¿Te acuerdas de nuestra canción? ¡Rásquenle muchachos!–– apuró al mariachi.

Las trompetas retumbaron sobre los vidrios del edificio a las primeras notas de la canción de José Alfredo Jiménez…

El cantante, con cubrebocas colocado sobre la barbilla, se quitó el sombrero con la mano izquierda y soltó la voz:

“Si nos dejan / nos vamos a querer toda la vida…”

La esposa, quien escuchó todo, se levantó furiosa, se puso pantuflas, agarró el primer suéter que encontró en el clóset y enfiló hacia el baño.

Con la palma de la mano, furiosa soltó varios golpes en la puerta del sanitario donde su marido seguía encerrado y tembloroso intentaba en vano comunicarse con tan inesperada visita.

La morena veía de reojo los mensajes que llegaban a su watsap. Los ignoró al igual que las insistentes llamadas del amante.

Los músicos intercambiaban miradas de asombro, curiosidad, complicidad y hasta temor, pues las cosas podrían salirse de control.

En el departamento del matrimonio, tras varios intentos fallidos de abrir la puerta del baño, luego de lanzar amenazas y manotazos, la esposa gritó:

––Te dije que bajaras a controlar a tu puta, no me dejas otra opción––, gritó al tiempo que enfilo sus zancadas hacia la puerta de salida.

Presurosa oprimió el botón del elevador y la puerta se abrió de inmediato.

El hombre salió espantado del baño y con movimientos torpes por su obesidad se puso el pantalón de mezclilla que había dejado sobre la bicicleta fija.

Por poco se tropieza con la cómoda al salir de la recámara. Sin pensarlo bajó corriendo los dos pisos por la escalera.

Durante el trayecto escuchó los gritos de las mujeres y las voces de los mariachis que pararon la música para apaciguar los ánimos.

Los balcones de los otros departamentos se encendieron como foquitos de Navidad, de uno en uno, hasta iluminar todo el arbolito.

Algunos vecinos curiosos se asomaron por las ventanas, otros se ocultaron detrás de las cortinas, pero todos escuchaban las risas burlonas y los murmullos.

Abajo, las mujeres pasaron de las ofensas verbales a los golpes.

La abundante caballera de la morena se sacudió en todas direcciones ante el rostro crispado de la esposa que intentaba sacar la casta del orgullo mancillado.

––Dale con todo vecina!–– gritó una inquilina del cuarto piso, mientras las mujeres rodaban por la banqueta.

––Llamen a la patrulla!––, dijo un anciano del primer piso.

El marido llegó presuroso a la escena y tomó a la morena por la espalda auxiliado por el mariachi de la vihuela.

Ante los bruscos jalones, el cantante perdió el cubrebocas que terminó por los suelos pisoteado…

Junto con el mariachi del guitarrón, trataban de calmar a la esposa que lanzaba improperios temáticos de madres y puterías.

Las patrullas policiacas llegaron en menos de tres minutos; los vecinos aplaudieron su llegada como si fueran salvadores de la patria en peligro.

––Llévense a esa ofrecida, oficial––, gritó desde su balcón una octagenaria que portaba un ridículo gorro azul.

––Puta, debiste decir vecina––, corrigió la esposa.

Como abejas al panal, los protagonistas de la serenata se congregaron en torno a las dos patrullas que mantenían las luces de las torretas encendidas.

Surgió un bullicio donde todos hablaban al mismo tiempo y no se ponían de acuerdo.

El uniformado en jefe levantó la voz y puso orden. La negociación con los patrulleros fue “pronta y expedita”, como dicen los abogados.

No hubo detenidos, saldo blanco en esta noche de serenata infernal en plena cuarentena.

Algunos testigos aseguran que el marido aflojó cinco billetes azules, “de los de la ballenita”.

––Cada quien su golpe, pero los quiero a todos en sus casas, en chinga!–– gritó con autoridad el oficial al mando.

La morena jadeante y despeinada por la refriega fue la primera en subirse a su auto.

El marido alcanzó a su mujer, la tomó del brazo y expuso: “Flaquita, fue una broma de mal gusto, pero allá arriba te explico”.

––Al departamento no entras ni de chiste––, gruñó la esposa sin mirarlo a los ojos.

La mujer ingresó al edificio y azotó la puerta.

El marido vio a su “flaquita”, entrar al elevador.

Cabizbajo, caminó hacia la calle y observó cómo se marchaba la camioneta de los mariachis.

Volteó entonces hacia el edificio y miró cómo, poco a poco, se apagaban las luces de los departamentos.

Sacó el celular del pantalón y texteó a su esposa: “por lo menos déjame sacar mi cargador”. No obtuvo respuesta.

Miró la pantalla de su teléfono. El reloj marcaba las 4:35 de la mañana.

Resignado, se cruzó de brazos pensando en un pretexto para hacer una visita quizá de varios días o hasta meses a la casa de su señora madre en el municipio de Ecatepec, uno de los sitios más peligrosos de México.

Los riesgos municipales, como robos, asaltos con violencia, homicidios y demás, en ese infierno cotidiano de la casa de su madre, para el ángel caído y marido expulsado del paraíso de la Roma, eran casi como juego de niños.

Y recordó con tristeza una sentencia campirana escuchada a temprana edad: ”¡Jala más un buen par de tetas, que los bueyes o un moderno tractor en el arado!”

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