Ofelia. Renacer en la vida.
Por: Martin Careaga.
EDITORIALISTA EN EL SOL DE MÉXICO, EN EL HERALDO DE MÉXICO Y EN EL SUPLEMENTO FEMI.
Luego de que su cuerpo se acostumbró al calor intenso, casi quemante de las aguas que le anegaban, Ofelia se relajó. Hacía tantos años que no volvía a sentir tal intensidad, derivada de la mezcla de ardor corporal que producía la alta temperatura acuosa y el masaje envolvente, caprichoso, abrazante, que provoca el baño de cuerpo entero a tales grados centígrados.
En la atmósfera nubosa que producían los vapores emanados, su cabeza descansó sobre una toalla, que a la vera de la tina, hacía las veces de cabecera. Su cabello a medio ensortijar, cayéndole en parte de la cara, le daba un toque coqueto a su figura extendida en la bañera. Alba, su belleza resaltaba el cuadro. Mujer hermosa que sabía seducir, se entregaba ahora, por poco tiempo, a si misma.
Ahí, relajada, rescataba los recuerdos de su lejana niñez en su tierra, que abandonó cuando su padre cargó con la familia toda rumbo al norte de la república. Cuando conoció otra cultura dentro de su propio país. Cuando se nutrió de formas nuevas de ver y luchar por la vida. Nada cercano a su pueblo, famoso en México y el extranjero, por los humores minerales, asfixiantes, que la tierra regala. De esos mismos que sirven para los baños “curativos”, que a ella le parecían más bien, la identificación de su pasado.
Mientras el vapor le acariciaba, su vida fue cuadro a cuadro, apareciéndo por su mente. El cariño intenso que se prodigó con sus hermanos, con sus muchos hermanos. La soledad a la que los destinó el padre, cuando los problemas fueron mayores que él mismo y no pudo, no supo, cómo afrontarlos y buscó, de tajo eludirlos para siempre. La desesperación de una madre que se tuvo que multiplicar para no desampararlos y aguantar entonces, la vergüenza que dejó tras de sí, su malogrado cónyuge.
Y luego, el traslado a la capital del país y el viaje aquel que tanto rehuyó hacer a Ciudad Juárez, porque los recuerdos de la cercanía a lo que fue tragedia, la avasallaban. Pero lo que era su destino; sin esperarlo siquiera, sin proponérselo, conoció a la extensión misma de su ser, al amor de su vida, al hombre que la deslumbró para siempre, a su marido José.
Él le cambio la existencia; de hecho, le devolvió la vida que para ella, tantas veces le parecía perdida. Fue, su primera reencarnación. Fue un amor ideal. Una pareja que fue tal. La unión le regaló dos frutos y a ellos se sumaron, otros tantos agregados. Tanto de compromiso como de corazón. Pero Ofelia y José jamás perdieron el amor por la vida común, el entendimiento de ambos; nunca se dejaron de ver como la extensión de si mismos.
Amén del amor profesado, Ofelia siempre le agradeció a José que le diera vida nueva. Le agradeció haberse cruzado por su camino y atreverse casi a raptarla, en uno de esos arrebatos que el amor a primera vista, impulsa. Pero también, le comenzó a recriminar fuerte, cuando la abandonó para siempre y la dejó más indefensa que la primera vez que se sintió perdida en su niñez. Porque se juraba, que eso, el abandono, la soledad a la que la destinó, no era propio del amor que se tuvieron. Eso, no se le hace a quien se ha obligado a compartirlo todo, a llenarlo todo, a regalarlo todo. La partida de José la perdió por mucho tiempo. Divagó y no encontró reposo. Sus muchos querientes, al buscarla consolar, casi inconscientemente, le recordaban al ser amado, al ser ya ido. Sus hijos, no eran sostén suficiente para ella. Pero en una mujer tan buena, tan generosa, tan piadosa, el amor le dio de nuevo, la posibilidad de sentirse viva.
Encontró otra forma de amor superior y a ella se entregó. Dios fue su permanente adoración. A su servicio se dio. Como hija, hermana, mujer y madre había podido cumplir las etapas completas del amor. Ahora, ascendía a una senda destinada para muy pocos. Encontrar a Dios fue su segundo renacimiento. Por eso, lo aclamaba más; porque se daba cuenta de que gracias a Él, había transitado por los rincones más placenteros de la vida, porque comprendía lo inmensa que era su vida y la pasión desbordante que había vivido. Por eso también, en la reflexión a la que la llevaron las aguas hirvientes de su lejana niñez, atinaba como siempre a rescatar para sí, por esa sola vez, la grandeza de haber vivido y vuelto a nacer en plena conciencia. La dicha de renacer, como siempre, afirmó, le sucedía.
Ahora, sólo porque el cura repite su nombre a la hora de orar por las almas ascendidas, se da uno cuenta de la ausencia de Ofelia. Se percibe entonces, que ya alcanzó lo que siempre dijo añorar, su reencuentro con José, con quien, de la mano, disfrutan placenteros, amándose intensamente, la caricia de Dios, que vuelve a ser suya.
MARTIN CAREAGA : EDITORIALISTA EN EL SOL DE MÉXICO, EN EL HERALDO DE MÉXICO Y EN EL SUPLEMENTO FEMI.